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Me atreví a sentir

Me atreví a sentir

Fecha de publicación: 20 de octubre de 2016

Recuerdo que era una mañana de invierno de mi 2º curso de medicina, cuando salí de casa para coger el metro que me llevaría al centro de Cuidados Paliativos donde tenía que hacer las prácticas. Lo cierto es que no sabía lo que eran los cuidados paliativos hasta que llegué y vi que, resumiendo, tratan de hacer más llevadero el final de la vida.


Por aquel entonces yo era una persona totalmente normal, estudiaba, salía de fiesta los fines de semana, viajaba con mi novio, tenía una vida y familia que podía considerar perfecta… y como la mayoría nunca había pensado en los cuidados paliativos. Probablemente porque en aquel entonces para mí no existía la muerte, sólo existía en las películas y rara vez me había parado a pensar en ella.


Se nos dijo que nuestra misión allí era acompañar al médico que hacía la ronda visitando paciente por paciente. Aparentemente las visitas eran rutinarias, parecía que el médico le preguntaba a cada paciente siempre lo mismo: que qué tal había pasado la noche, que si le dolía algo… Tenía que hacer un esfuerzo para romper esta monotonía que en gran medida me aislaba del contexto real en el que estábamos, es decir que se trataba de un centro de “cuidados paliativos”. Confieso que me resultaba difícil el valorar la cronicidad de la enfermedad o lo cercano que esas personas tenían la muerte. Creo que era mi inexperiencia lo que mediatizaba mi atención… ante inexpertos ojos de estudiante sólo veía personas mayores encamadas. Esto me resulta ahora especialmente importante, ya que me arrepiento muchísimo de no haber sido más consciente de la experiencia única que podía haber estado viviendo y que sin embargo no llegué a aprovechar en toda su riqueza y plenitud. Ahora puedo decir que pasé por allí “sin pena ni gloria”, no dejé que nada me afectara y no conecté con ningún paciente. Estudiaba Medicina y todavía me encontraba en la época que creo todo estudiante tiene de creernos que la ciencia que aprendemos es infalible. La única experiencia de aquellas prácticas que recuerdo un poco más intensa fue cuando acompañamos al médico a comunicarle a la familia de un paciente que la vida de éste estaba al borde del fin. Sin embargo, incluso este episodio lo viví ajena, como quien ve una película de drama desde la comodidad y protección de su salón.


Las prácticas en Cuidados Paliativos acabaron y mis estudios de Medicina continuaron como habían empezado, centrados en el superpoder de los médicos para curar y salvar a quien cae en sus manos, en cierta medida mi idea del médico entonces podía asimilarse al de una especie de “mago” o científico con capacidades insospechadas e ilimitadas en el ámbito de la curación, lo que suponía una especie de pensamiento “único” dominado por una lucha continua y generalmente exitosa contra la enfermedad… Esto por una parte daba sentido a mi formación como médico y me satisfacía plenamente, sin embargo, me encontraba muy alejada de algo que, ahora sé, es o debería estar más presente en el estudiante de Medicina: lo que significa la muerte y sobre todo el sufrimiento que conlleva la enfermedad a la persona que la padece.


Sin embargo mi experiencia vital dio un vuelco de 180º que creo ha tenido grandes repercusiones en la manera en la que ahora concibo la medicina. Se puede decir que de alguna manera “elevé” mi nivel de conciencia y esto fue brusca y dramáticamente… puedo decir que me di con la realidad en las narices.


En el verano de 2º a 3º de carrera diagnosticaron de cáncer a un familiar cercano. ¿Cáncer? Ah si, eso lo hemos dado en clase. Hemos dado sus miles de formas de expresión y de tratamiento, así que tratamiento habrá y… ¿curación? Supongo que también…


Yo era bastante optimista, no me cabía en aquel momento en la cabeza la posibilidad de que la Medicina no resolviese ese problema, por lo que de una manera probablemente bastante “naif” se puede pensar estaba relativamente tranquila, no me asustaba demasiado la situación.


Sin embargo, los días pasaban, los hallazgos clínicos se sucedían, la enfermedad evolucionaba y el pronóstico en ninguno de los casos parecía ser bueno. Mi optimismo comenzó poco a poco a nublarse. Los planes de aquel verano se cambiaron y tuve que vivir en un hospital.


El final de esta historia no entraba en mis planes: me encontré volviendo a un hospital de paliativos. La diferencia con mi anterior visita a un centro de esas características es que en esta ocasión no estaba allí haciendo prácticas, sino acompañando a un ser querido.


Entonces empecé a “ver” y a comprender de otra manera, más profunda más rica y desde luego más dolorosa. Viví las mismas situaciones que vivieron los pacientes del principio, pero desde el otro lado. Ahora sí que las preguntas que hacían los médicos aun siendo las mismas adquirían otro significado: un sentido distinto tenía ese “¿Qué tal ha dormido?” o “¿Le duele algo?”, me preguntaba también qué buscaban, donde querían llegar, si eso era Medicina y de qué tipo. Aunque “el milagro” de la curación nunca llegó, sí experimenté lo que escondían esas preguntas aparentemente tal banales para mi en otro tiempo… Cuando yo era la testigo en mi segunda conversación médico-familiares en el Centro de Cuidados Paliativos. Entonces empecé a comprender muchas expresiones que antes solo había “oído” cuando decían por ejemplo que “quedaban horas”, que había que “preparar la despedida”. Pura rutina entonces… pero ahora ya no. Hasta que el final llegó


Pasaron los meses y el curso nuevo comenzó con sus prácticas de 3º de Medicina, y sobre todo con una enorme carga para mí. Empecé encontrándome atenazada, con mucho miedo de volver a un hospital. Intenté centrarme en lo que mis tutores me explicaban sobre la patología del paciente, pero no podía evitar revivir la experiencia que había tenido y ver a los pacientes y sus familias desde otra perspectiva (me imaginaba lo que podían estar pensando, lo que realmente querían decir en cada una de sus frases, de sus gestos,…). Quería examinar los resultados de unos análisis pero me encontraba a mí misma “distraída” en las personas: mirando fijamente al paciente,…a su hija, a su madre. Quería hacer bien las historias clínicas, la exploración abdominal, la auscultación cardiaca…pero me estaba afectando la situación. Sentí miedo, ese miedo que supone el creer que no podrás ser médico porque ahora estás más “del otro lado”, en mi caso… estaba totalmente “al otro lado” y así reconocía que esto no podía funcionar. En aquél momento me hubiera gustado tener a alguien a quien transmitir estas inquietudes, estos miedos… un tutor, un profesor, un amigo. Una pregunta que me asaltaba continuamente era si desde mi posición de médico tenía derecho a sentir como un paciente o como un familiar hasta el extremo que sentía entonces, pero también si tenía derecho a estar incómoda con los enfermos. Experimenté una gran confusión, pocas cosas tenían sentido… estaba estudiando para ser médico… pero no tenía nada claro que significaba realmente ser médico.


Me encontré sola, tenía vergüenza de compartir con mis tutores estas dudas que entonces (y aun ahora) creía que eran mi debilidad, pensaba que ellos me verían como una estudiante incapaz, demasiado imbricada como para pensar objetivamente, como para tomar decisiones juiciosas, lo que significaba que tal vez no merecía ser médico.


En aquellos momentos no conseguí hablar con nadie que me diera la clave para armonizar mis sentimientos como persona con mi labor como médico o aun como estudiante de medicina… tampoco me atreví a preguntar…


Aún hoy, dos años después me afectan las cosas, pero en la inevitable distancia, he llegado a la conclusión de que esto me enriquece, me hace crecer como persona, pero seguramente también como futuro profesional. La experiencia quizás puedo decir que fue decisiva para llamar mi atención y centrarme mucho más en otros aspectos de la práctica clínica, como en la ética de la práctica, la comunicación y la relación clínica, las miradas, las sonrisas, el buen trato, y en considerar que cada vida amenazada y por malo que sea esta amenaza se merece un cuidado excelente. Me pregunto si todo se debe a que por fin me atreví a aceptar que la muerte existe y que mi misión como médico no es curar o salvar a los pacientes, sino hacer un poco más fácil su vida y ayudarles a mitigar su sufrimiento. Tal vez lo que hice es que me atreví por fin a sentir.


Ana María Hernández de Paz



Estudiante de 4º de medicina. Universidad Francisco de Vitoria

Madrid

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