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Los resultados de nuestra práctica

Los resultados de nuestra práctica

Fecha de publicación: 13 de abril de 2016

Recuperamos un artículo de Albert Planes Magrinyà que se publicó en el número 6 del volumen 4 de la revista Dimensión Humana en el año 2002. El artículo habla de la posición y de la influencia que ejerce el médico en su práctica diaria, desde la pequeña energía contenida en una recomendación hasta la administración de una vacuna pasando por la actuación psicológica ante un episodio de angustia.


Salgo de una tarde de consulta, ajetreada como siempre, pensando en el artículo que, ya fuera de plazo, debo entregar. Voy pensando en él ¡Menudo encargo me ha hecho el Director de la revista!


La verdad es que si repaso a las personas que he atendido hoy mismo me acechan serias dudas sobre la utilidad del tiempo (escaso) que les he dedicado. Para cada uno de ellos, ¿ha servido para evitar que enfermen?, ¿ha servido para mejorar su salud? o ¿habrá sido una actuación yatrogénica…?


De hecho, la respuesta debería ser bien sencilla: como médicos de familia, ¿influimos positivamente reduciendo la mortalidad evitable? Si la respuesta es afirmativa, servimos, somos eficaces, nuestros resultados son buenos; pero si la respuesta fuera negativa… ¡mejor ni pensar en ello…! Lo cierto es que alguien ya pensó en ello y los resultados, parciales, son favorables; por poner solo algún ejemplo: algunos estudios (1) han demostrado la influencia positiva de la Reforma de la Atención Primaria sobre la mortalidad; otros incluso han propuesto que la mortalidad evitada sea un producto a medir, como indicador del trabajo que realizamos (2).


Es posible que sea así de sencillo, pero si vuelvo a pensar en las personas que he atendido no lo tengo tan claro. Sí, sí, de hecho, he administrado 3 vacunas antigripales (el enfermo habrá administrado 10 veces más que yo), he recomendado a 2 personas que abandonen su hábito tabáquico, he tratado con penicilina oral una amigdalitis pultácea que podría haber desencadenado una fiebre reumática, un hombre con diabetes tipo 2 está mejorando sus cifras de glucemia, he diagnosticado… Pero también he realizado otras actuaciones en las que tengo muchas dudas sobre sus beneficios: he recomendado tratamiento con antiinflamatorios (¡y omeprazol, claro!) a una viejecita por un cuadro de posible tendinitis tan mal definido como muchos de los que “soporto” cotidianamente, he recibido un resultado de anatomía patológica (¡un melanoma!) de una lesión que extirpó el dermatólogo y en la que no sé su yo debía haber actuado con antelación, he mantenido el tratamiento farmacológico y la incapacidad temporal de una mujer con crisis de angustia… Me asaltan muchas dudas sobre la reducción de morbimortalidad que habrá generado mi actuación profesional.


A lo mejor es que este abordaje de la morbimortalidad, es excesivamente simplista. Evidentemente, los servicios sanitarios, y por tanto los médicos de familia, tenemos como objetivo su reducción. Pero, ¿es ése nuestro único objetivo? O, incluso, ¿es ése nuestro principal objetivo?


Dándole vueltas al tema se me ha ocurrido revisar el resumen de un libro que leí hace tiempo (¡nada menos que 16 años!). Un libro clásico, de Thomas McKeown (3), en el que nos explicaba cómo los médicos habíamos sobrevalorado nuestro papel en la salud (sus principales determinantes están fuera de los sistemas de atención médica). Para él la Medicina no era ni un sueño (nunca resolveremos los principales problemas de salud), ni un espejismo (nunca llegará la mejora de la salud) ni tampoco la némesis de Illich (empeoramos la salud). Las cosas eran para él sencillas y sólo debíamos reorientar nuestra práctica hacia cuatro grandes actividades: ayudar a llegar al mundo sin peligro, proteger a los sanos, cuidar de los enfermos y ayudar a salir del mundo cómodamente. Estaba convencido de que en el futuro la mejoría de la salud seguiría produciéndose a través de la mejoría de las condiciones de vida y que a los médicos nos quedaban tres funciones básicas: prevenir la enfermedad, atender a los enfermos y antender a aquéllos que suponen que no lo necesitan.


Bueno, resulta reconfortante y tranquilizador saber que la salud, en realidad, depende muy poco de nosotros. Pero, ¿entonces para qué servimos…?


Sigo pensando en las personas que he atendido. Una mujer acude a menudo a la consulta, me manifiesta diversas quejas, espera que le recete algo, pero acaba marchando, sin ninguna receta, después de haber hablado con ella. Hoy me ha agradecido el adelanto de un recambio de cadera (en una mujer con gran limitación física y social) tras mi conversación con el jefe de servicio.


Muchas personas han acudido a consultarme problemas banales que ni siquiera recuerdo…


¿Qué resultados debo conseguir?, ¿para qué sirvo? Con seguridad me dejaré alguna cosa en el tintero, pero se me ocurre una pequeña lista de resultados que puedo obtener con mi quehacer profesional:


- Más “salud”, en su sentido más clásico, disminuyendo, claro está, la morbimortalidad.


Desde luego, aunque nuestra aportación sea pequeña, no debemos renunciar a ese resultado. Y lo hacemos con diversas actuaciones: la prevención primaria de enfermedades, el cribaje para detectar precozmente problemas tratables, la atención a factores de riesgo y la detección y tratamiento precoz de problemas potencialmente graves.


- Una atención adecuada a múltiples problemas banales. De hecho, proponer medidas razonables y evitar medicalizarlos, más allá de un ejercicio de educación sanitaria es, también un buen método de evitar iatrogenia.


- Fácil, y equitativo acceso a los servicios sanitarios. No sólo por cómo organizo el acceso a mi consulta sino también por cómo utilizo y oriento los servicios de referencia.




  • Aumento de información sobre temas relacionados con  la salud, acompañado de un sano barniz de sensatez en todas las actuaciones, las propias, las que se recomiendan a los usuarios y las que provienen de otros profesionales.



  • Mayor autonomía para las personas que atiendo. Autonomía no sólo por que gozan de mayor salud sino también porque aumentan su capacidad para decidir sobre su propia atención.


Autonomía porque mi práctica se orienta no tanto a mi éxito profesional como el crecimiento personal de los pacientes.




  • Aunque seguramente sobrevaloro nuestro papel, so conseguimos los anteriores resultados, parece obvio que también contribuimos a una mayor felicidad de los ciudadanos.


Con seguridad no consigo todos estos resultados en todas mis actuaciones. Con seguridad debo plantearme cambios o mejoras en la organización de mi trabajo, en mis conocimientos o en mis habilidades para mejorar mi “cuenta de resultados”.


Sin duda, para extender los beneficios de mi actuación, debo ser capaz de intervenir en todos los procesos que mejorarán la salud:


1. Ayudar a llegar al mundo sin peligro: consejo genético, atención preconcepcional, atención al embarazo y preparación para el parto, atención postparto.


2. Proteger a los sanos: actividades preventivas razonables, basadas en evidencias científicas, capacitación para promover cambios en los estilos de vida o para influir en otros profesionales evitando propuesta iatrogénicas o dudosas.


3. Cuidar de los enfermos: aprender a convivir con la indecisión de los problemas que atendemos y, al mismo tiempo, saber detectar a tiempo problemas potencialmente graves. No sólo tratar, sino también cuidar.


4. Ayudar a salir del mundo cómodamente: atención a la persona que llega al fin de su vida, atención a sus allegados.


A su vez, para hacer reales estas actuaciones, debemos mantener y acrecentar una estrategia profesional que nos convierta en útiles y necesarios para los ciudadanos (sin crearles dependencia) a lo largo de toda su vida. Debemos estar legitimados ante la sociedad para ofrecerles nuestras actuaciones útiles. Para ello es imprescindible, entre otras cualidades, ser muy accesibles, aumentar nuestra capacitación para poder abordar cualquier tipo de problema, ofrecer continuidad (seguir los problemas) y longitudinalidad (estar siempre, a lo largo de toda la vida de las personas a su disposición), aceptar la discusión de las actuaciones con nuestros pacientes. Los ciudadanos deben ver en nosotros a un profesional que está capacitado para atender cualquier problema que le planteen y que lo hace contando con ellos y con sus creencias, ayudándoles a utilizar todos los recursos de los servicios sanitarios y a mejorar sus estilos de vida.


Quizás influyamos poco en la morbimortalidad (¡aunque probablemente lo hacemos en mayor medida que otros médicos!), pero si conseguimos incrementar en algún grado la autonomía de las personas, la equidad de la atención y la racionalidad de las actuaciones sanitarias, con seguridad habremos legitimado nuestra función, nuestros resultados serán personal y socialmente útiles claramente diferenciados de los de otros profesionales.


Por cierto, la última visita que atendí hoy era la de un hombre que aportaba el informe de alta. Había sufrido una hemicolectomía por lesiones secundaria a enfermedad inflamatoria intestinal; el cuadro debutó con un dolor abdominal que asemejaba un cólico renal (¡encima se acompañaba de microhematuria!). Con seguridad, aunque los resultados igual hubieran sido los mismos, debí remitirlo antes al hospital de referencia.


Nuevamente me asaltan las dudas…


Bibliografía

1. Villalbé JR, Guarga A, Pasarín MI, Gil M, Borrell C, Ferran M, et al. Evaluación del impacto de la reforma de la Atención Primaria sobre la salud. Atención Primaria, 1999; 24(8): 468-74.

2. Vila A, Bria X. La mortalidad evitada como producto de la Atención Primaria. Cuadernos de Gestión 2001; 7(3): 134-41.

3. McKeown T. El papel de la Medicina: ¿sueño, espejismo o némesis? México: Siglo XXI editores, 1982.